Despedirse de algo que se va y no vuelve. La muerte es la
primera asociación, pero simbólicamente, en el recorrido de la vida nos
despedimos de tantas cosas… Con algunas no somos muy concientes de lo
definitivo del final, quizá sea la sabiduría de la naturaleza para suavizar
ciertas pérdidas.
El martes tres de julio me van a interrumpir el conducto por
el que cae el óvulo, las trompas de Falopio. Qué bueno escribirlo, lo veo con
más claridad. Tengo una contradicción interna que me cuesta enfrentar. Es una
alegría enorme concretar este deseo de no traer más hijos a este mundo, Dios me
ha premiado con tres y soy muy plena por haber podido hacerlo (qué tarea, “hice”
se refiere al parto puntualmente, pues la formación de estos seres humanos de
los que anhelo la mayor libertad, ¿cuándo termina? ). No sé si me va a alcanzar
la vida para responder. Cada inicio de ciclo me despertó esta pregunta. Quizá
sea nostálgica y por eso los principios y fines me sacuden. Pero el vínculo con los hijos es algo tan
profundo…, jamás concluye, de hecho mi padre ha muerto y sigue estando por ahí.
Quizá ahí aparece una definición, la intensidad de los
vínculos, la profundidad del amor que se involucra hace al tiempo. Algunos son
eternos, personas que están más allá de la presencia física. Cuando digo esto
de si termina la formación de los hijos, quizá lo mezclo con ese “tiempo”
incierto. El vínculo es por siempre, va mutando la modalidad y ahí está nuestra
gimnasia de adaptación. Espero que cuando ya sean grandes, no se me escape
decirles que coman con la boca cerrada, que no dejen tiradas las toallas y
tantas otras cosas que desgastan tanto la convivencia diaria. También busco
métodos más eficientes para la modificación de conductas. La semana que viene
lanzamos una con las despertadas a la mañana, apunto a que cada uno tenga su despertador
y se haga responsable de ese paso tan importante que es levantarse de la cama.
Vuelvo al duelo, quizá esta falta de eficacia en los métodos
responda a esa negación del paso del tiempo, asumir y aceptar la edad que tienen
con todo lo que ello involucra, entre otras cosas, mayores responsabilidades.
Caemos en el gran espejo, una hermana ni quiere escuchar hitos del crecimiento
de sus hijos, sin duda no por ellos, pues está muy orgullosa de sus logros. Más bien, porque son
un indicador de avance, de cosas nuevas que dejan otras atrás, y otra vez lo
del principio, no vuelven. Se lee muy dramático esto de que no vuelven, pero no
hace más que decir algo totalmente contundente.
Abrirnos a lo nuevo, esperanzar nuestra vida y anhelar otras
cosas involucrándonos en nuestro crecimiento constante. Si las canas no
significan avances y las arrugas no indican madurez del alma…, ahí sí duele la
decrepitud. Si la imagen del espejo nos enternece y vemos tantos logros,
dichas, dolores o ausencias asumidas, aprendizajes, siento que será más fácil
la adaptación. Hay que acomodarse a esa imagen, nunca congelarnos, la dinámica
es vida.
Por último, descubrí la gran fórmula para que esta evolución
física (lindas palabras, los medios nos atormentan con otras hirientes y
cosificadas, como si nuestro organismo fuera un mero envase): la risa. Más
arrugas por una cara de carcajada, no molestan, ojeras con mirada optimista
siembran amor, marcas de gesticulación
que rodean una sonrisa, denotan expresividad. La alegría y el contagio de buena
predisposición es mucho, pero mucho más alentador que la silicona y
estiramiento. Quien lo necesita, que proceda, quizá lo ayude a volver a dibujar
la sonrisa. Pero de nada sirve si no es auténtica, si no brota de un corazón
pleno de amor y una conciencia de gratitud.
He dicho.